Las extraordinarias consecuencias de las narraciones
por Alejandro Granada
Entre el libro que más me ha marcado y yo hay un final abierto. Aunque antes más que verlo como un final, prefiero decir que es una parte de la historia que aún no se escribe.
Al final de la enseñanza básica mi madre me pasó el libro Crónicas marcianas. Lo leí con entusiasmo sin saber dónde desembocaría esta lectura. Extrañado por un capítulo, conversé con mi madre.
—Hay un capítulo donde un gorila asesina a una mujer y la esconde en la chimenea. Se decía mucho de un tal Poe, Usher y cosas así… —comentaba yo con inocencia.
—Eso se refiere a cuentos de Edgar Allan Poe. Por ahí tengo “la caída de la casa Usher”, por si lo quieres leer.
Se lo pedí apenas pude y no fue hasta después de leerlo que conocí el libro que me marcaría. En búsqueda de algo más del autor fue que di con el volumen doble de Narraciones extraordinarias de la editorial Zig Zag.
Fue ese libro la piedra angular de mi pensamiento. Descubrir sus páginas era abrir mi razonamiento a niveles desconocidos hasta ese entonces por mí y, lo que aún agradezco, sería que me incentivaría a llegar más lejos. Fue la descripción de Poe la que me mostró cuánto alcance puede tener la palabra y la que me enseñó cuánto conocimiento puede tener una persona al hablar con tanta soltura sobre el arte, la ciencia y la mente.
También con ese libro aprendí que el éxito del texto no está en su forma o encomoempiezaajuntarpalabraspararepresentarelcaosdelamentehumanaenbruto, ni en
ni en cuántas veces dice “conchesumadre” o equivalentes en sus páginas, ni en si el autor hizo o no uso de la tranzgreción, sino que radica en cuánto te cautiva. En ese sentido, para mí tuvo tanto éxito como después tendrían Rayuela y Bonsái que, si bien tanto en tiempo como en estilo se alejan de la obra de Poe, no las habría disfrutado de la misma forma sin las letras de Edgar.
La verdad es que el autor lograba hacer creíble realidades muy extrañas y me introducía —con facilidad algo perturbadora ahora que me detengo a pensarlo— en la cabeza y la locura del personaje. Lo hacía constantemente sin hacer de la obra algo grotesco o desagradable.
Tan bien hecho estaba que un muchacho de séptimo básico leyó con creces la cantidad de páginas que acostumbraba, hasta que el libro se cansó del muchacho.
Sigo sin leer “el diablo en el campanario”.