Pandemia y poesía

Por Osvaldo Angel

Al fin les llegó a los poetas su momento de salvar al mundo haciendo lo que mejor saben hacer: Nada. En eso hay experiencia. Algunos perfeccionaron el difícil ejercicio de escribir la vida antes que experimentarla, y otros la bebieron mientras la escribían. Recuerdo al querido Mauricio Barrientos ( poeta chileno) en su departamento de Recoleta, frente al Mapocho. Lo veo tumbado en su cama, mirando a través del reflejo de la ventana durante la madrugada, cuando el río es plateado y no marrón, y uno adivina entre la penumbra de los árboles el museo de Bellas Artes, silencioso y vacío, pero repleto de significados, aunque es fácil confundirlo con un Banco, si no prestamos la debida atención. Porque, en situaciones de confinamiento a causa de plagas como el COVID-19 o la poesía, todo lo que hacemos se vuelve inútil, aunque bursátil, si prestamos la debida atención.

El encierro es costumbre en la mayoría de los poetas y escritores. Yo mismo siento que estoy en mi elemento. Disfruto la cuarentena como un misántropo, sobre todo cuando olvido mis deudas. A su vez, he optado por la contemplación. Veo videos en vivo, de todo tipo; Salt Bae y sus asados, el chino que cocina mariscos vivos, los 13 secretos de cualquier famoso, conspiraciones reptilianas, tailandeses sacando peces del barro con cocacola como carnada. Incluso hay poetas leyendo sus poemas, contribuyendo a que nos quedemos en casa. Soy de los que dicen que la poesía está en todo, como el Tao, como la Fuerza, como el Chi. Para mí la Poesía es superior al lenguaje, y me hago cargo de lo que afirmo.

Por la tarde navego un rato en redes sociales. Hay contactos que describen sus actividades en cuarentena. Así me entero de que, en un par de días, varios han sumado gruesos volúmenes a sus obras completas, además de terminar traducciones, cosechar hortalizas de sus huertos, fabricar muebles, pasear perros, hornear pan, dar clases vía zoom, inventar memes sobre la contingencia, regalar PDF de sus libros, y un largo etcétera. Es que somos humanos como todos, necesitamos el vínculo, la validación, y también el aplauso, para no sentirnos totalmente inútiles frente a lo que estamos experimentando como especie. En mi caso, por pudor –tengo hipertrofiado el sentido del ridículo, pero soy terco– obvié subir un estado diciendo que terminé una novela, corregí otra y comencé una nueva, traduje a Kobayashi, coseché uvas, lavé la loza, limpié el wáter. ¿A quién le sirve sino a mí? Pero igual lo escribo ahora, necesito decirme que no estoy rascándome las bolas mientras la humanidad ingresa a una etapa superior del capitalismo, porque no creo en el optimismo de Slavoj Žižek.

Lo correcto sería detener el mundo, bajar las cortinas durante unas semanas. Tratar de sentir la vida que fluye en todas las cosas, y hacia todas direcciones. Percibir el silencio interno. Callar, estarse quieto, esperando nada, como en el juego del “congelao”. Es decir, sabiendo que en algún momento regresaremos al vértigo siendo otros, los encargados de frenar la maquinaria ultraliberal. Sería lindo, pero la otra mitad del planeta sigue a toda marcha, sosteniendo con sus propias vidas la economía global, esa boludez que justifica la “esclavitud asalariada”, eufemismo que a su vez oculta la verdad de la esclavitud a secas. Quietud y movimiento; el ying y el yang en su máxima expresión.

Parece una broma. Salvar al mundo quedándome replegado en casa, viendo el desplazamiento de una mosca en el techo, revisando los bolsillos pelados. Y comprobando una vez más la idiotez exponencial de un gobierno que fracasó, porque la clase política fracasó, porque la constitución actual es un fraude. A diario constatar dónde está puesto el objetivo del ejecutivo –así, que al menos suene bien–, y lidiar con la desesperanza como si fuera una vieja amiga, donosiana, tremendamente actual. Quedarte en casa porque no tienes empleo –como miles de compatriotas–, porque los artistas en Chile cobran tarde mal y nunca, y casi siempre cuando trabajan en algo que no es lo suyo. Pero qué importa, estamos vivos, viendo desplomarse las reservas morales del planeta a causa de decisiones erráticas y discursos para la derecha más recalcitrante, que prefiere salvar a empresas de la quiebra, mientras miles de ciudadanos mueren porque los centros de salud carecen de insumos.

Ayudar al mundo quedándome inmóvil en el patio, sentado en una banca. Maravillándome con el crecimiento del membrillo en un rincón. Acariciando a la gata, esa bola de pelos que se lame el culo con el pie estirado como si estuviese haciendo yoga. Y escuchar mi voz interior, lejana, susurrante, pero aún activa, boicoteando la iluminación; la hormiga que sujeta el racimo de uvas para detener el otoño. Esa voz repite que no puedo quedarme aquí si hay gente muriendo allá afuera.

Unirnos en la desgracia es lo normal en este país de catástrofes. Eso lo saben los aficionados a las colectas y los banqueros. Pero ahora no es solo una calamidad externa, sino además, y sobre todo, interna, ya que el COVID-19 nos obliga al menos a replantearnos la escala de prioridades, y en última instancia la propia existencia. En eso del «equilibrio entre el ser y el estar en el aquí y ahora» somos principiantes, Asia nos lleva la delantera. Por eso, ahora más que nunca necesitamos hundirnos en nosotros mismos, bucear en los sesos y dar con la clave; el tono con que deberemos enfrentar la postpandemia. Fluyen como el coronavirus imágenes del retorno a un 18 de octubre 2.0, y tal vez sea un presagio, aunque muchos digan que no es la forma. Estar quieto no es lo mismo que no hacer nada, como le dice Jackie Chan al hijo de Will Smith en una película. Por esa razón escribí esto. Sigo el ejemplo de los poetas, que, con el rótulo de inadaptados o inútiles, desde tiempos inmemoriales han sabido poner en evidencia la derrota de cualquier sistema de control social. Los imperios y las pandemias pasan, la poesía queda. Seamos poesía.

La calera, 3 de abril 2020.-